Trabajar es una tortura que puedo tolerar siempre que se realice en silencio. Hoy tenía a mi lado una compañera vociferando a mi lado: " Faltan 20 minutos ", " tenemos que acabar con esto antes de las nueve " , " son las 8 y 30 ". No había modo de que la tia se callara. Quizá pensaba que, a fuerza de repetirlas, las estupideces que decía iban a convertirse en realidad. Ni ibamos a terminar a las nueve ni pollas en vinagre: era sencillamente imposible que, siendo tan pocos, termináramos la tarea a tiempo. No se trataba de gritar: era una cuestión matemática. Pero la tia insistía obtusamente. No dije nada:¿ para qué?. Gracias al trabajo me he acostumbrado a oir gilipolleces desapasionadamente como el que oye llover. A veces me entra la risa y tengo que disimular porque, de repente, me embarga la sensación de estar protagonizando alguna obra del teatro del absurdo. Fascinating, que diría el otro.
A veces sin embargo, la tortura elige formas más dramáticas: yo, por ejemplo, sentado a la hora del desayuno con siete mujeres hablando de forma chusca. Cójase una conversación normal y añádase el ingrediente de la dietas que no funcionan , la ropita que me hace tan mona, el embarazo que es chachi, los anticonceptivos que me hacen engordar , los novios que son egoistas, las ofertas decorativas del Ikea y las reformas en el piso hipotecado. Después de esta sobredosis de metafísica femenina, tras terminar aceledaramente el desayuno, el trabajo me ha parecido en efecto una liberación.
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