Creo recordar una práctica infantil que consistía en cortarse con una navaja y beber de la sangre de tu amigo. Esa ceremonia vampírica y adolescente era la única forma que encontraba un niño de enfrentarse al solipsismo y significaba la lealtad máxima. No había que preocuparse ya del futuro, de las vicisitudes particulares, de los recelos y las encrucijadas, porque ese intercambio de fluidos garantizaba que tu amigo lo sería siempre , que nunca te traicionaría, que el destino de esa amistad común quedaba sellado para la eternidad. Un juramento así, tan temprano, era antihigiénico y temerario visto con los ojos de un adulto. Ahora ya es tarde. Sin embargo, cuando la presión o el azar tensan nuestros lazos, qué no dariamos por ver la cicatriz en la mano del que creíamos nuestro amigo.
sábado, 13 de agosto de 2005
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