domingo, 1 de junio de 2008

El Super Mario Galaxy es una obra de arte

Decía Baudelaire, ese pedante francés y notable fumador de opio, que existe una belleza en el presente que corremos el riesgo de perdernos si nuestra mente anda ocupada siempre con las obras de los museos. Hay algo que está ocurriendo aquí y ahora, una nueva forma de arte efímera y deslumbrante que pertenece a este tiempo concreto que vivimos. El presente tiene propuestas de belleza que con frecuencia pasan desapercibidas cuando no despiertan la risa o el desprecio general de la élites culturales.

Casualmente, durante los últimos 20 años, una de las propuestas que ha irrumpido con mayor fuerza en el escenario de las representaciones culturales, es sin duda el videojuego. Denostado primero por infantil, clasificado más tarde como adictivo para ser catalogado finalmente como masculino, violento y perverso, el videojuego, como si se tratara de un úlcera recurrente, continúa a día de hoy incomodando a padres, medios y educadores. Pero que el videojuego ha venido para quedarse, como en su día lo hizo el cine y la televisión, es un asunto que ya no discute nadie. De todas formas, por si fuera usted un miope recalcitrante, bastaría con remitirse a los datos: la industria de los videojuegos factura en la actualidad más que la del cine y la de la música juntas.

No obstante, si sólo fuera una cuestión de cifras, el asunto podría soslayarse aludiendo a las ventajas espirituales de no sucumbir a la voracidad capitalista que pretende tenernos enchufados a la red como autómatas las 24 horas. En efecto, hay muchos que creen que ir al cine o leer un libro sigue siendo todavía una actividad más reflexiva , más prestigiosa y más humana que jugar a un videojuego. En estas actividades, el sujeto aún conserva cierta apariencia de libertad: abrir el periódico, mirar la cartelera, caminar hasta el cine, sentarse en la butaca mientras comienza la película o pasear por una librería hojeando volúmenes en el caso de la lectura, son ritos que parecen salvaguardar la autonomía del que los lleva a cabo. En este punto, no estaría de más recordarles a estos paladares exquisitos que ese romanticismo simbólico, que reafirma la identidad del sujeto frente a aquello de lo que no es más que un espectador pasivo, ha sido siempre un arma arrojadiza contra las nuevas modas idiotizantes. Para mi abuela leer un libro siempre fue más edificante que ir al cine. Sentarse dos horas en una butaca para que la bombardearan con una lluvia de imágenes, además de parecerle una estupidez, le producía un hastío inconfesable. Sólo unas décadas más tarde el cine empezaría a reclamar su sitio en el espacio de la creatividad colectiva. No es de extrañar por tanto que ahora nuestros padres teman a los videojuegos como al demonio e incluso prefieran la caja tonta a esa degeneración cultural.

Sin embargo, para los poseedores de una inteligencia abierta y un espíritu receptivo, los videojuegos no supondrán mayor peligro del que han supuesto otras revoluciones inquietantes del pasado. Ellos no sólo saben que los videojuegos han venido para quedarse, sino que han empezado ya a disfrutar de sus primeras obras de arte.


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