Cuenta Roberto Bolaño en un pequeño artículo que una vez sobrevolando Brasil en medio de la noche el avión en el que viajaba empezó a sufrir turbulencias .Unos segundos más tarde, el avión empezó a caer en picado descendiendo a una velocidad vertiginosa. Se hizo la oscuridad y se encendieron las luces de emergencia y todo el mundo se despertó. En medio del pánico general, Bolaño describe cómo su mujer se apretaba contra su hijo y lo densa que llegó a volverse la realidad en ese breve lapso de tiempo que duró la caida al vacío. 15 segundos más tarde el avión consiguió estabilizarse aunque muchos ya no consiguieron dormir. Otros pedían una copa de whisky. Uno de los pasajeros, cuenta Bolaño, decía haber visto a una de las azafatas arrodillada en la cocina rezando.
Sin llegar, creo, a algo tan tremendo, me ocurrió algo parecido cuando sobrevolaba de madrugada el atlántico camino de Chile. Pasando por un zona de turbulencias, el avión sufrió tal estremecimiento que todos los pasajeros despertaron de golpe y emitieron un grito que era como un pequeño conato de pánico. Yo no: yo estaba despierto y no me sorprendió la sacudida. Fue tan breve y tan bestia que de algún modo casi me consoló. Pensé que después de eso ya había cumplido con mi cuota de sufrimiento aéreo y que Dios no sería tan cabrón de enviarnos una señal antes de hacernos caer definitivamente. Después de ese paroxismo, los movimientos terminaron e intenté dormir sin mucho éxito. Nunca, por más que lo intento, he conseguido dormir en los aviones. Las noticias que dictaminan siempre que, estadísticamente, el avión es uno de los medios de transporte más seguros nunca ha conseguido contrarrestar mi falta de fe. Vale que en la carretera se mata más gente, vale que el tren descarrila más, pero si hay algún lugar donde resulta fácil sucumbir a la sensación de que la técnica humana es falible, es en el vientre de un pájaro de acero a 12000 metros de altura sobrevolando un oceano de agua en medio del frío y la oscuridad.En ese contexto, cualquier signo de anormalidad se torna un disparate en segundos. El pánico se huele en un avión como en ningún otro medio de transporte de esos que en las estadísticas son siempre tan inseguros.
Para subirse a un avión hace falta un suplemento extra de fe. Todos nos subimos, qué remedio, pero nadie cree en ellos. Unos lo llevan mejor e incluso consiguen dormir y otros lo llevamos peor , pero en el fondo todos sabemos que es algo antinatural confiar en que la mecánica de las hélices y los motores pueda suspendernos eternamente en el cielo. ¿Quien en su sano juicio confiaría el cuidado de su vida a una máquina?. ¿ Por qué entonces en los aeropuertos no son ordenadores las que realizan el trabajo de los controladores aéreos?. Todos sabemos que las máquinas fallan, se estropean , dejan de funcionar, a veces cuando más te hacen falta. La fe consiste entonces, no en creer en la seguridad estadística de los aviones, hecho que está fuera de toda duda, sino en creer en la suerte. Ante el miedo , sólo queda la probabilidad, la fe estadística, creer que a nosotros no nos pasará.Porque en un coche puedes confiar en tus habilidades de piloto profesional esquivando obstáculos, en tus reflejos de lince, o en saltar por la ventana llegado el caso. Rezar sería lo último y ni siquiera daría tiempo. Pero en los aviones rezar es lo primero y lo último que puedes hacer. En ningún sitio como en un avión puedes disfrutar la sensación de haberte dejado atrapar por el destino. Cuando eso ocurre, la estadística no consuela. Y si no que le pregunten a esa azafata que se arrodilló para rezar, la misma que cuando embarcas te explica qué hacer en caso de emergencia con una cínica sonrisa.
Sin llegar, creo, a algo tan tremendo, me ocurrió algo parecido cuando sobrevolaba de madrugada el atlántico camino de Chile. Pasando por un zona de turbulencias, el avión sufrió tal estremecimiento que todos los pasajeros despertaron de golpe y emitieron un grito que era como un pequeño conato de pánico. Yo no: yo estaba despierto y no me sorprendió la sacudida. Fue tan breve y tan bestia que de algún modo casi me consoló. Pensé que después de eso ya había cumplido con mi cuota de sufrimiento aéreo y que Dios no sería tan cabrón de enviarnos una señal antes de hacernos caer definitivamente. Después de ese paroxismo, los movimientos terminaron e intenté dormir sin mucho éxito. Nunca, por más que lo intento, he conseguido dormir en los aviones. Las noticias que dictaminan siempre que, estadísticamente, el avión es uno de los medios de transporte más seguros nunca ha conseguido contrarrestar mi falta de fe. Vale que en la carretera se mata más gente, vale que el tren descarrila más, pero si hay algún lugar donde resulta fácil sucumbir a la sensación de que la técnica humana es falible, es en el vientre de un pájaro de acero a 12000 metros de altura sobrevolando un oceano de agua en medio del frío y la oscuridad.En ese contexto, cualquier signo de anormalidad se torna un disparate en segundos. El pánico se huele en un avión como en ningún otro medio de transporte de esos que en las estadísticas son siempre tan inseguros.
Para subirse a un avión hace falta un suplemento extra de fe. Todos nos subimos, qué remedio, pero nadie cree en ellos. Unos lo llevan mejor e incluso consiguen dormir y otros lo llevamos peor , pero en el fondo todos sabemos que es algo antinatural confiar en que la mecánica de las hélices y los motores pueda suspendernos eternamente en el cielo. ¿Quien en su sano juicio confiaría el cuidado de su vida a una máquina?. ¿ Por qué entonces en los aeropuertos no son ordenadores las que realizan el trabajo de los controladores aéreos?. Todos sabemos que las máquinas fallan, se estropean , dejan de funcionar, a veces cuando más te hacen falta. La fe consiste entonces, no en creer en la seguridad estadística de los aviones, hecho que está fuera de toda duda, sino en creer en la suerte. Ante el miedo , sólo queda la probabilidad, la fe estadística, creer que a nosotros no nos pasará.Porque en un coche puedes confiar en tus habilidades de piloto profesional esquivando obstáculos, en tus reflejos de lince, o en saltar por la ventana llegado el caso. Rezar sería lo último y ni siquiera daría tiempo. Pero en los aviones rezar es lo primero y lo último que puedes hacer. En ningún sitio como en un avión puedes disfrutar la sensación de haberte dejado atrapar por el destino. Cuando eso ocurre, la estadística no consuela. Y si no que le pregunten a esa azafata que se arrodilló para rezar, la misma que cuando embarcas te explica qué hacer en caso de emergencia con una cínica sonrisa.
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